domingo, 26 de diciembre de 2010

¡Felices Horas!

Por mucho que nos empeñemos la Navidad difícilmente nos deja indiferentes por diversos motivos, cada uno encontrará el suyo: Hay quienes la detestan, otros la esquivan tratando de esquivar a su vez la tristeza que les provoca y algunos son capaces de vivirla con la incombustible ilusión propia de la infancia.

En estos días tomados por luces de artificio y por la invitación al consumo atroz creado para tentarnos y atraernos como un imán, es necesario observar justo debajo del destello luminoso que nos distrae y ahí encontraremos la posibilidad o el pretexto para el encuentro, la posibilidad o el pretexto para mirarnos, para elegir aquello que guardaremos siempre, quizá después de un necesario y doloroso descarte.

Desear la felicidad para un año entero es tal vez demasiado; sabemos que un año es un continente inmenso y en él tendrá cabida todo, lo más deseado y aquello que nunca elegiríamos pero que deberemos afrontar llegado el momento. Prefiero felicitar los días, mejor las horas. Recuerdo un tiempo en el que acudía a correr a una pista de atletismo; el primer día me propuse dar cinco vueltas seguidas, lo que resultó imposible... al día siguiente pensé que solamente daría una vuelta y la dí. Al llegar al punto de partida comprendí que sería capaz de dar otra vuelta, una sola...así complete las cinco sin apenas cansarme.

Os propongo que vivamos, que disfrutemos plenamente las horas; las del esfuerzo y la responsabilidad que supone el trabajo, las tristes horas de soledad o desencuentro, las que nos enriquecen a partir del descubrimiento y la reflexión ... las horas dedicadas al amor.



¡Felices horas!





"The Hours" 2002 de Stephen Daldry




martes, 14 de diciembre de 2010

Una nube negra

"Cuando siento piedad por sentir lo que siento,
cuando no sopla el viento en ninguna ciudad,
cuando ya no se ama ni lo que se celebra,
cuando la nube negra se instala en mi cama."

Luis García Montero


Aún faltan unos días para el comienzo del invierno y sin embargo hace varias semanas que se ha instalado en mis días y en mis noches. No me gusta el invierno pero acepto respetuosa su presencia porque sé que es tan necesario como una medicina amarga, como una regañina merecida, como el tiempo de la soledad... cuando pasa, con suerte, sales reforzada, si acaso un poco más sabia.

Las circunstancias propias y ajenas convierten esta tarde en tarde de invierno y ante la multitud de cosas que debo hacer decido salir sin mi hijo. Ésto no ocurre casi nunca, salvo cuando voy al trabajo es habitual que me acompañe a cualquier lugar y si como hoy me veo obligada a dejarlo en casa, con frecuencia me sobresalto al no sentir su mano en la mía y mi paso adaptado al ritmo de su paso.

Mientras camino me miro fugazmente en los espejos de un comercio y advierto que he dejado olvidada mi mejor sonrisa.

-¡Ana!

En unas décimas de segundo me reconozco en ese nombre; giro tratando de identificar la voz que lo emite y... en efecto, pertenece a una antigua compañera de trabajo que hacía varios años que no veía y ante su clara mirada disimulo torpemente mi asombro. El cambio físico que ha experimentado no se corresponde con el tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro: Su rostro triste y envejecido, los ojos hundidos, el nerviosismo de sus manos mientras me cuenta, me cuenta... En pocas frases sintonizo y comprendo el por qué de su metamorfosis. Me relata una historia de desamor, infidelidad, juicios por custodias y bienes perdidos, depresión... Intento darle ánimos consciente de mi escasa convicción, todavía desconcertada y busco, pienso en algo que le pueda ser de utilidad; recuperar aficiones abandonadas, viajes, en que con el tiempo y cuando sus hijos crezcan seguro que los recupera, que lo de la casa es lo de menos: "Así no te pasas el día limpiando"-le digo-. Cuando nos despedimos siento no haber estado acertada y recuerdo que ni tan siquiera tengo su teléfono.

Las luces navideñas que decoran las calles invitan a que la tarde discurra sin dudas ni tristeza pero yo prosigo acompañada por una nube negra y una sensación de frío distinto al de antes, ya que éste surge desde el interior y no se quita por mucho que acelere el paso o ajuste el cinturón del abrigo a mi cintura. El reciente encuentro me hace pensar cómo la vida puede cambiar de una manera drástica e inesperada y me planteo si habré recorrido ya la parte más dulce y hermosa de mi camino, especialmente los últimos años de una felicidad difícil de abarcar con sólo dos brazos; intuyo un horizonte marcado por las pérdidas y lo único que deseo es volver a casa.

Salgo del ascensor y antes de abrir me detengo un momento junto a la puerta. Poco a poco llega hasta mí el eco de los dibujos animados del televisor, el discurso lleno de exclamaciones e interrogantes de mi hijo y las pacientes respuestas de su padre. La luz del interior se cuela por debajo de la puerta a la vez que un calor conocido envuelve mis tobillos, dándome la bienvenida... en el preciso momento en que introduzco la llave en la cerradura compruebo, serena, que he recuperado la sonrisa.





"La llegada". Cristóbal Toral