“Sí, tener noticias tuyas es como abrir una ventana, pero entonces me
vienen unas ganas casi incontenibles de abrir más ventanas y, lo que es
más grave (qué locura), de abrir una puerta.”
Mario Benedetti.
El ascensor estaba ocupado. No le quedó otro remedio que sentarse un momento en las escaleras que había junto a los buzones para recuperar el aliento. La carta saltaba inquieta en sus manos. En el anverso aparecía su nombre, con un "Sra." delante que le hizo gracia, en el reverso, el de él. ¡No podía ser!, pero allí estaban su nombre y su letra, sobria, equilibrada, la misma que no leía desde hacía más de treinta años.
Desde que Juan regresó a la ciudad no paró de buscarla por las céntricas calles donde desechaba rostros, uno tras otro, tras una mirada mínima pero eficaz. La buscó en las librerías y cafés remodelados, ubicados en los mismos lugares que frecuentaron entonces. La idea de encontrarla a través de las redes sociales resultó también inútil. La casualidad se lo puso más fácil; la primera tarde de lluvia del recién estrenado otoño le obligó a resguardarse en una cafetería, donde un amigo común, no tuvo problema en contarle más de lo que él estaba dispuesto a preguntar.
La carta le pareció la manera menos invasiva, más respetuosa, de dirigirse a ella: de esta manera podría tomarse su tiempo, decidir si respondía o no, Si no obtenía respuesta siempre le quedaría el consuelo de pensar que la dirección era errónea, que se había extraviado, que algún vecino vengativo la sustrajo del buzón porque, quizás, tenía un perro que ladraba por las noches.
Pese a lo que había pensado los días anteriores, no estaba nerviosa. La imagen que devolvía el espejo le gustaba, se sentía segura, alegre. Sonrío al imaginar la cara de Juan cuando la viera con su cuidado y costoso cabello blanco, la última vez que se vieron lucía una melena caoba que se precipitaba por su espalda hasta la cintura. Nunca había tenido una cita en su casa, tomó esa decisión años atrás, sin embargo, había dado cobijo a multitud de familiares que venían a pasar unos días a la capital, a jóvenes Erasmus -amigos de los amigos de sus sobrinos- e incluso, a alguna inmigrante sin papeles.
El timbre sonó cálido y familiar. Cada paso hacia la puerta empujaba a la habitación de los trastos los fantásticos viajes para "singles", la única copa en el fregadero, las dudas y certezas digeridas en silencio, el previsible e inofensivo frío de las noches de invierno.