-Mira, dos mujeres policía.
-¿Te hubiera gustado ser policía?
-Nooo.
-Maestra, cocinera...
-Bueno...
-Mamá, piensa, si ahora fueras joven, ¿qué te gustaría ser?
-¡Libre!
Conversaciones con mi madre.
A veces me pregunto qué marca la diferencia entre unas y otras personas, qué determina la tú que eres de entre todas las "tú" posibles.
En nuestro pequeño universo de la infancia, finito y cotidiano, compartíamos de manera inexcusable costumbres, rituales de domingo, anuncios de televisión, tiendas de barrio, juegos sin actualizaciones... La diferencia la ponían los matices, y mi madre, niña pobre, era rica en ellos. Los matices te salvan o condenan, te marcan, te definen. Por eso, a partir de un catálogo extenso de matices, el cuento de Caperucita Roja, y todos los cuentos, se hacían progresivamente más complejos, porque Caperucita podía ser de un rojo bermellón, carmesí, teja o caldero y subiendo en la escala cromática, color vino tinto, burdeos y "un rojo rojo clavel".
El patio de mi madre era un jardín babilónico de clase obrera. En verano tenía todas las tonalidades, "abanico de colores", pero el fondo era una constante verde, verde olivo, serpentina, oba, militar, botella, "ojos verdes como el trigo verde y el verde, verde, limón".
En estos días en los que el otoño y yo vamos a la par, recuerdo al gato, "que estaba triste y azul", que yo imaginaba solo, por alguna razón gordito y muy azul, azul añil, si tenía anginas, añil de sábanas templadas; azul heliotropo, pavo real, eléctrico o ultramar, el más brillante e intenso, si me habían regalado una nueva caja de lápices de colores.
"Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco". Mi madre hacía y deshacía, cosía y descosía. Mientras escuchaba canciones como esta, atesoraba matices para después entregarlos, porque atesorar y dar, negro y blanco, no son contrarios, sino complementarios, motores de cambio y de vida.
Cambio. Vida. Mamá.