Cada mañana cruzo la ciudad de oeste a este; tres mil novecientos pasos me separan del trabajo y durante el trayecto descubro la llegada de la primavera sin el regocijo habitual, a través de un sol perpendicular a los ojos que resulta molesto, casi me irrita al hacerme tomar consciencia de la velocidad con la que se suceden los años; éste en concreto lo hubiera estirado hasta el límite de su resistencia.
Recuerdo que la primavera pasada me impuse una serie de tareas después de un invierno especialmente duro, en el que no recuerdo si hizo frío o nevó: decidí que debía de hacer más cosas, aunque enseguida me dí cuenta que esta tarea era difícil de llevar a cabo y la cambié por "hacer otras cosas". También me propuse dejar de lamentarme, mientras lo haces tu pesar te acompaña, te ocupa, te entorpece y estás perdiendo el tiempo que dedicarías a buscar una solución o en su defecto, a disfrutar de un momento agradable.
La tercera tarea tenía como objetivo volver a mirar; a veces lo que nos rodea, además de conformar nuestra realidad, es un tesoro enterrado en la arena de la desidia y terminamos por hacer la misma cosa porque miramos siempre del mismo modo.
Tengo que decir que casi lo consigo aunque en las últimas semanas observo como mi objetivo se aleja arrastrado por una especie de fuerza centrípeta que nos precipita irremediablemente al lugar común de la costumbre, así que debo plantearme de nuevo la tarea de mirar como lo haría, por ejemplo, un pintor. En pocos días la traslación terrestre hará que el sol que ahora me deslumbra ascienda unos grados e ilumine el camino conocido ofreciendo una nueva oportunidad para ver y redescubrir el color de los objetos cotidianos, la larga y tenue sombra de los árboles de la mañana, el sueño en la cara de un niño que va a la escuela, la baldosa del suelo sucia de pasos, presurosos o lentos, decididos o inciertos, como los míos.
"Antonio López pinta la Puerta del Sol", Pablo Ballester.